martes, 11 de febrero de 2014

MINATURA, ARTÍCULO: LICANTROSAPIENCIA




LICANTROSAPIENCIA, ¡¡VIVA LA CIENCIA!!
      El hombre es un lobo para el hombre, formuló Tito Macio Plauto en su obra Asinaria, hace la friolera de dos mil y pico años. Homo homini lupus es la locución latina que en la actualidad se suele emplear para citarla. Y el filósofo inglés Thomas Hobbes la popularizó en el siglo XVII en su obra Leviatán –en clara alusión a la bestia marina del Antiguo Testamento- en la que describe el egoísmo como un elemento de primer orden en el comportamiento humano. Y destaca el empeño que la sociedad pone en corregir tal comportamiento  posibilitando la indispensable convivencia. Subraya Hobbes también, en su libro, la “guerra de todos contra todos” llegados al problema de compartir los recursos placenteros del único Universo que habitamos todos para todos. Trata el filósofo de asentar en su tratado las bases de una disciplina dentro del derecho de la era Moderna, como pautas válidas para las sociedades y los gobiernos legítimos; justificando la erradicación del absolutismo.   
Pero... ¿qué pasa cuando la guerra no es de todos contra todos y ambas entidades, hombre y lobo habitan una misma estancia humanomonstruosa? Tal vez la historia del hombre lobo no sea más que un juego de contrastes entre el hombre y el depredador que lo parasita, manifestándose indistintamente como la cara y la cruz de una misma moneda. A ello se encadenan irresolubles interrogantes de augusta talla que no conviene obviar: ¿la bestia se hizo hombre o el hombre se hizo bestia?,  ¿está la bestia en el hombre o el hombre en la bestia?, ¿y el papel de Dios como padre de la criatura? Creacionismo y Evolucionismo tratan de resolver la cuestión en un vis a vis autorizado, obligados a mirarse a la cara durante un buen rato.
   Desde su sillón, el Creacionismo declara –no sin cierta demagogia- su hegemonía como padre de todos los elementos y seres de la Tierra; entre ellos, claro, el hombre es el Ser supremo. De ese modo, dice el principio de Creación, nació necesitado del báculo de un Dios que enverede sus incertidumbres hacia las certidumbres manifiestas del alma. A priori, así aprovecha el axioma para cerrar la puerta, no sin portazo una vez más, a cualquier posibilidad de conversión entre hombre y bestia. Preguntado por las coordenadas que llevan a la génesis creacionista de la humanidad, la inconsistente omnipotencia nimbada de fantasía viene a querer salvar la situación. Dándole vuelta a la moneda, el Evolucionismo – que es, no lo olvidemos, el principio más contemplado entre los escépticos racionalistas- defiende a capa y espada el origen animal del hombre (nos guste o no, una mirada revisionista a los umbrales de la humanidad apostilla su innegable procedencia salvaje). Y matiza que tal instinto anida en él, imperando o pudiendo imperar muchas veces. Al cotejar pacíficamente dichos postulados, el acuerdo es simbiótico. Después de debatir durante un tiempo prudencial, dando por bueno que al hombre lo engendró la bestia, la bestia se hizo hombre y en el hombre hay una bestia, la conclusión –no puede ser otra-  es que hombre y bestia son dos caras de la misma moneda; frente a frente, Creacionismo y Evolucionismo se dan la mano.
Por otra parte una acertada clasificación divide a la licantropía en mitológica y clínica. Sobre sus cabezas planea la magia hechicera reforzada de oráculos, chamanes apoyados del auxilio ergonómico de pitonisas pregonando falsas consignas y sortilegios y prácticas tribales cultivadas y dispersas entre los páramos de los cuatro puntos cardinales del planeta. Si bien es cierto que la cultura y civilización de la citada disciplina hunden sus raíces en creencias mitológicas, no lo es menos que ni esta ni el binomio magia-hechicería, por no señalar a la tan llevada y traída parapsicología han sido capaces de poner con claridad y orden hechos tangibles sobre la mesa. Algo, que demuestre la existencia irrefutable del hombre lobo. Como tampoco se ha podido verificar hasta el momento que las famosas caras de Bélmez en la provincia de Jaén constituyan como se dijo el fenómeno poltergeist más notorio del siglo XX en España. Ni los más leales afectos a la ufología consiguen explicar la abducción de forma creíble o el avistamiento de ovnis surcando el cielo, ni los círculos en los cultivos de maíz y trigo aparecidos en el Reino Unido por primera vez tienen procedencia paranormal o extraterrestre. Incierto es además, que los Colosos de Memnon inventaran las primeras notas musicales aleatorias al ser petrificados por Medusa.
    ¡¡Pero esto qué es!! Si se dijo incluso hasta que en La puerta del infierno, por encima de los dos mil grados fahrenheit cristalizan tenebrosas miles de voces humanas gritando su dolor y sufrimiento allá por Turkmenistán, en la aldea de Darvaza que era de la antigua Unión Soviética. Orden. Todo dentro de un orden. Sin desbordar la causa hagamos surtir el efecto. La fantasía es el cajón de sastre que la imaginación abre y ordena, suelo aseverar muchas veces.  El empeño y la dedicación han logrado descifrar, en parte, las técnicas empleadas en la ejecución de las líneas de Nazca, en Perú; demostrando que no vinieron los del otro mundo a realizarlas. Tal vez hubo, eso sí, civilizaciones más avanzadas como parecen sugerir casi a gritos las pirámides y la Esfinge del área de Giza –hazaña imposible hoy-.  Debidamente investigados los acontecimientos, la realidad le gana el pulso a la ficción. En el cine, películas de la talla de Hombre Lobo, de Joe Johnston, con Benicio del Toro como protagonista pusieron buena voluntad. En música, Lobo Hombre en Paris de la Unión quisieron darle pálpito. Tampoco aporta gran cosa el despliegue literario de periplo universal limitado a una desbordante tautología manida. La Marca de la Bestia de Rudyard es de un potencial que engancha, pero no hay –en mi modesta opinión-  quien palpe al hombre lobo.
   Tales disciplinas hablaron de trasmigración y de reencarnación; de volver a nacer o a corporificarse, sugieren la invención de demonios, vampiros, goblins o fantasmas difuminados en la fantasía.
      Sin minusvalorar la creatividad y el sobreesfuerzo que ello muchas veces conlleva, hay que dejar claro que nunca  nada  de eso se pudo constatar como hechos parcial o totalmente viables, quedando, pues, a expensas de un amplio despliegue de especular lógica argumental hermanada al sofisma.   
    El primer caso de licántropo legendario al que se hace referencia es al de Lycaon, Rey de la región de Arcadia, en Grecia. En el poema de Ovidio, Metamorfosis, el camaleónico Zeus le castiga duro por su contraproducente infanticidio culinario.
    Esa referencia, por asociación, pudo marcar pautas en el modus operandi  de engrasar la leyenda. Orates hubo que, sin aberraciones ni signos externos que lo expliquen se llegaron a creer fieras. Varios han sido los que por su sola condición de crueles asesinos desarrapados, moviéndose  en hábitat salvajes se vieron tildados de hombres lobo. Casos como el del español gallego, Manuel Blanco Romasanta, feroz asesino caníbal del siglo XIX se presentan como documentados testimonios de licantropía natural. La ciencia, sin embargo, niega contundentemente que el hombre pueda convertirse en un animal o en un ser hibrido hombre-lobo.
La magia y la hechicería se posicionan a  favor, terca y contumazmente.
      Cabe indagar llegados a este punto, si puso la civilización orientalista una pica en Occidente o fue al contrario. Quién sabe si no es el mito del hombre lobo acogido al término sánscrito Samsara, el botón que abrocha Oriente a Occidente a través de la dualidad del Ying y el Yang. Habrá quien abstraído advierta que  la criatura pudo nacer, a lo mejor, de la fortuita unión del Yeti y la Loba capitolina en la celebración de una noche cualquiera de luna llena abrigada en el fuego de San Telmo. Y en las visionarias emanaciones de adormidera migraron en trance de alma en alma fusionando las energías con sapiencia. 
     Abstracciones aparte. Que ambos conceptos – ciencia y magia- difieren no es nuevo. Entrando en disquisiciones, con independencia de los criterios y percepciones de cada cual, es incontestable que una defensa de la ciencia clínica avalada de todo un bagaje experimental y práctico sustentaría siempre argumentos de más sólida edificación que la magia, el vudú y sus catárticos imbunches y toda la parafernalia de superchería meramente especular que le sigue. Sin omitir crasos errores difundidos por la medicina como el dislate de que una mala calidad de vida, dormir poco o incluso estar inmunodepresivo pueda dar origen a un hombre bestia –estulticia más grande no cabe- ,hay que reiterar que esta ostenta  sin lugar a dudas la hegemonía de sentar bases causales físicas y mentales con nombres y apellidos en el diagnóstico del hombre lobo. De obligado compromiso es llegar a ella y su vademécum para ponerle cabeza, cuerpo y extremidades a la licantropía.
    Otra cosa es que a episodios clínicos reales se les dé vuelta, revistiendo de verdad la dudosa historia de la licantropía natural.
     Foráneas enfermedades de la talla de la  Porfiria  Cutánea Tarda, en la que la piel del afectado se ve muy dañada y, las personas que la padecían antiguamente, a falta de alumbrado eléctrico salían a la calle las noches de luna llena, han sido y son fuentes de inspiración para la descripción de la bestia. También la hipertricosis –una rara mutación en el cromosoma X la causa- se cuenta entre ellas. Patético es el caso de tres hermanas, Savita, Monisha, y Savitri  procedentes de una aldea india, portadoras de este mal denominado para más señas síndrome de Ambras. Sus característicos síntomas otorgan a la persona rasgos de animal salvaje, ilustrándolo de forma verosímil la proliferación tupida de pelos en el rostro y el cuerpo.
       Una aguda ojeada a la evolución humana y su etiología propone barajar en este juego de contrastes, la posibilidad de que tal vez sea la condición salvaje, animal del hombre el manantial del que brota tan secular leyenda y su expansionismo. 
  El planteamiento sobre dónde empieza el hombre y acaba el animal si no es al revés, es peliagudo. Para los más entregados a dicha cultura es perfectamente plausible que ambos Entes no sean  más que las dos caras de la moneda. Quizá, sin saberlo, todos somos seres hibridados.
    Visto así se presta a cierta inquietud; encaminado parece a siniestras interpretaciones admonitorias. Pero… admitamos que multitud de doctrinas de acérrimo carácter supersticioso junto a numerosas prédicas tribales afirman y reafirman en Méjico al Nahual o brujo creyéndole capaz de convertirse en perro o lobo. También es un rasgo común de las culturas nativas el que un chamán o guerrero adopte forma y usos de animal. Mitificado está en ciertas tradiciones étnicas el coyote, llegando a ser bautizado como “caminante de la piel”.
     Desviando la vista a la humanidad y su impronta, se admite ciertamente sí, que la persona misma sienta la necesidad catártica de creer en un hombre lobo como parte de su idiosincrasia, latente o manifiesto, levantando así su propio Etemenanki imaginario; entra como posibilidad que lo de esta criatura sea una huida del Ser hacia ningún sitio. Y que resbalando en el espejismo de la locura  tope con el laberinto de su propio infortunio, donde nadie le tenderá un hilo porque no hay quien se enamore  de él. ¿Alimenta de ese modo a la bestia que, hipotéticamente lleva dentro? Claro que puede ser que el subconsciente humano invente y reinvente la gesta licantrópica  engañando al consciente para su propio sustento imaginario. Engrasa a la par, una constante –la constante imaginaria- que le devuelve por momentos a sus primitivos orígenes toscos. Al fin y al cabo, ya lo dijo Goya: “El sueño de la razón produce monstruos”.  
   MARI CARMEN CABALLERO ÁLVAREZ  

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