La sombra de Cervantes es alargada. Los más
insignes ilustrados por los siglos de los siglos han juntado mesas y dando
forma al pasado forjan el presente poniendo cuerpo al futuro. Ninguno sobra de
los que están. Nadie podía faltar. En las alturas las ninfas hacen las veces de musas, de su belleza hablan
describiéndola en su propia dimensión.
Y es que en el
culto a la bohemia intelectual de la época todo contertulio del gremio tiene su
sitio. Las manos extendidas estrechan lazos amistosos otrora imposibles. Lope
la ofrece primero; Cervantes no la rechaza.
En la misma posada pernoctan Quevedo y Góngora. Departen entre picarescas y guiños a la
tabernera, encaminada a llenar los vasos
dispuestos en las mesas de madera vieja donde están sentados. Ocupando el
centro de la rústica estancia, a la vez que frota sus manos en el mandil, el
mesonero sonríe no sin recelos. En tal ambiente distendido la dignidad flota
incólume. A quienes la pobreza extrema holló la riqueza ilustrativa de los
siglos de oro convidaría.
El compadre Fernando de Rojas, algo apartado en un rincón
pierde la timidez que a priori lo acompañó y acerca la silla de enea a la
tertulia. Integrado preside pronto la mesa y bebe el vino color sangre servido de la jarra transparente. Dos tragos después
ha perdido las vergüenzas hablando soez de mujeres, juergas y juego. lejos va de
la intimidación antes causada por la presencia respetuosa de don Alfonso X, a
quien se adjudica el legítimo derecho sin anacronismos de disfrutar los logros
del edificio cultural cuya primera piedra él situó.
Lejanos ecos
irrumpen en el recinto. Un rucio rebuzna. Ladran, Sancho,
señal que cabalgamos.
Mari Carmen Caballero Álvarez
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